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lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor sólo sirven de diversión a mi verdugo...
¡Ah!, ya verás lo que te espera, buscona dijo Roland . Tus penas no han hecho sino comenzar, y
quiero que conozcas hasta los más bárbaros refinamientos de la desdicha.
Me deja.
Seis oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del vasto pozo, y que se cerraban como
calabozos, nos servían de retiro durante la noche. Como ésta llegó poco después de que yo estuviera en la
funesta cadena, vinieron a soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de darnos la
ración de agua, de habas y de pan que había mencionado Roland.
Apenas estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi situación. ¿Es posible, me decía, que exis-
tan hombres tan duros como para sofocar en su interior el sentimiento de la gratitud?... Una virtud a la que
yo me entregaría con tanto placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en el caso de sentirla, ¿es
posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y quienes la sofocan con tanta inhumanidad pueden ser
otra cosa que unos monstruos?
Estaba sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la puerta de mi calabozo: es Roland. El
malvado viene a acabar de ultrajarme utilizándome para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora,
que debían ser tan feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante los placeres del amor mos-
traban necesariamente los tintes de su odioso carácter. Pero ¿cómo abusar de vuestra paciencia para
contaros nuevos horrores? ¿Acaso ya no he manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos?
¿Debo atreverme a más?
Sí, Thérèse dijo el señor de Corville , sí, exigimos de ti estos detalles, tú los enmascaras con una
decencia que lima todo su horror, y sólo queda lo que es útil para quien quiera conocer al hombre. Nadie
imagina lo útiles que son estas descripciones para el desarrollo del espíritu. Es posible que sigamos siendo
tan ignorantes en esta ciencia por el estúpido pudor de quienes quisieron escribir sobre estas materias.
Encadenados por absurdos temores, sólo nos hablan de unas puerilidades conocidas por todos los necios, y
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no se atreven, llevando una mano osada al corazón humano, a ofrecer ante nuestros ojos sus gigantescos
extravíos.
Bien, señor, voy a obedeceros continuó Thérèse conmovida , y comportándome como ya he
hecho, intentaré ofrecer mis esbozos bajo los colores menos repugnantes.
Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño, rechoncho, de treinta y
cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz,
muy moreno, de facciones viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y esa
parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal longitud y de un grosor tan desmesurado, que
no sólo jamás nada semejante se había ofrecido a mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que
jamás la naturaleza había. creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y su
longitud era la de mi antebrazo. A ese fisico, Roland sumaba todos los vicios que pueden ser los frutos de
un temperamento fogoso, de mucha imaginación, y de una opulencia siempre excesivamente considerable
para no haberle sumido en grandes defectos. Roland consumía su fortuna; su padre, que la había
comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese joven ya había vivido mucho: hastiado de los
placeres normales, ya sólo recurría a los horrores; sólo ellos conseguían devolverle unos deseos extenuados
por un exceso de goces; todas las mujeres que le servían estaban entregadas a sus excesos secretos, y para
satisfacer los placeres algo menos deshonestos en los que el libertino pudiera encontrar la sal del crimen
que le deleitaba más que nada, Roland tenía su propia hermana como querida, y era con ella que acababa de
apagar las pasiones que encendía a nuestro lado.
Estaba casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a un tiempo pruebas de la gula
intemperante a la que acababa de entregarse, y de la abominable lujuria que le dominaba. Me mira un ins-
tante con unos ojos que me hacen estremecer.
Quítate la ropa me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme durante la
noche ... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza;
pero si te entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser
proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.
Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me
coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía
una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas nos hallamos a la puerta de
una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer lugar, me dice que baje mientras él cierra esta primera
cerca; obedezco. A unos cien peldaños hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera;
pero después de ésta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en la roca, lleno de
sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente pronunciada. Roland no decía palabra, su silencio aún
me horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así viajamos cerca de un cuarto de hora. El estado en
que me encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos subterráneos. Al
final habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando que el lugar al que llegamos debía estar a más
de ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del sendero que recorríamos había
varios nichos, en los que vi unos cofres que contenían las riquezas de aquellos malhechores. Al final se
presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa al descubrir el espantoso
local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin
quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diá-
metro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres objetos, esqueletos de
todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos, haces de varas y de látigos, sables, puñales,
pistolas: ésos eran los horrores que se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas,
colgada de una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía a tres o cuatro
metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis en ver, sólo estaba ahí para servir
espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una
guadaña amenazadora; tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre dos
velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan natural que durante largo rato [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor sólo sirven de diversión a mi verdugo...
¡Ah!, ya verás lo que te espera, buscona dijo Roland . Tus penas no han hecho sino comenzar, y
quiero que conozcas hasta los más bárbaros refinamientos de la desdicha.
Me deja.
Seis oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del vasto pozo, y que se cerraban como
calabozos, nos servían de retiro durante la noche. Como ésta llegó poco después de que yo estuviera en la
funesta cadena, vinieron a soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de darnos la
ración de agua, de habas y de pan que había mencionado Roland.
Apenas estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi situación. ¿Es posible, me decía, que exis-
tan hombres tan duros como para sofocar en su interior el sentimiento de la gratitud?... Una virtud a la que
yo me entregaría con tanto placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en el caso de sentirla, ¿es
posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y quienes la sofocan con tanta inhumanidad pueden ser
otra cosa que unos monstruos?
Estaba sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la puerta de mi calabozo: es Roland. El
malvado viene a acabar de ultrajarme utilizándome para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora,
que debían ser tan feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante los placeres del amor mos-
traban necesariamente los tintes de su odioso carácter. Pero ¿cómo abusar de vuestra paciencia para
contaros nuevos horrores? ¿Acaso ya no he manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos?
¿Debo atreverme a más?
Sí, Thérèse dijo el señor de Corville , sí, exigimos de ti estos detalles, tú los enmascaras con una
decencia que lima todo su horror, y sólo queda lo que es útil para quien quiera conocer al hombre. Nadie
imagina lo útiles que son estas descripciones para el desarrollo del espíritu. Es posible que sigamos siendo
tan ignorantes en esta ciencia por el estúpido pudor de quienes quisieron escribir sobre estas materias.
Encadenados por absurdos temores, sólo nos hablan de unas puerilidades conocidas por todos los necios, y
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no se atreven, llevando una mano osada al corazón humano, a ofrecer ante nuestros ojos sus gigantescos
extravíos.
Bien, señor, voy a obedeceros continuó Thérèse conmovida , y comportándome como ya he
hecho, intentaré ofrecer mis esbozos bajo los colores menos repugnantes.
Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño, rechoncho, de treinta y
cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz,
muy moreno, de facciones viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y esa
parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal longitud y de un grosor tan desmesurado, que
no sólo jamás nada semejante se había ofrecido a mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que
jamás la naturaleza había. creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y su
longitud era la de mi antebrazo. A ese fisico, Roland sumaba todos los vicios que pueden ser los frutos de
un temperamento fogoso, de mucha imaginación, y de una opulencia siempre excesivamente considerable
para no haberle sumido en grandes defectos. Roland consumía su fortuna; su padre, que la había
comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese joven ya había vivido mucho: hastiado de los
placeres normales, ya sólo recurría a los horrores; sólo ellos conseguían devolverle unos deseos extenuados
por un exceso de goces; todas las mujeres que le servían estaban entregadas a sus excesos secretos, y para
satisfacer los placeres algo menos deshonestos en los que el libertino pudiera encontrar la sal del crimen
que le deleitaba más que nada, Roland tenía su propia hermana como querida, y era con ella que acababa de
apagar las pasiones que encendía a nuestro lado.
Estaba casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a un tiempo pruebas de la gula
intemperante a la que acababa de entregarse, y de la abominable lujuria que le dominaba. Me mira un ins-
tante con unos ojos que me hacen estremecer.
Quítate la ropa me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme durante la
noche ... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza;
pero si te entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser
proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.
Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me
coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía
una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas nos hallamos a la puerta de
una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer lugar, me dice que baje mientras él cierra esta primera
cerca; obedezco. A unos cien peldaños hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera;
pero después de ésta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en la roca, lleno de
sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente pronunciada. Roland no decía palabra, su silencio aún
me horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así viajamos cerca de un cuarto de hora. El estado en
que me encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos subterráneos. Al
final habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando que el lugar al que llegamos debía estar a más
de ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del sendero que recorríamos había
varios nichos, en los que vi unos cofres que contenían las riquezas de aquellos malhechores. Al final se
presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa al descubrir el espantoso
local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin
quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diá-
metro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres objetos, esqueletos de
todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos, haces de varas y de látigos, sables, puñales,
pistolas: ésos eran los horrores que se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas,
colgada de una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía a tres o cuatro
metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis en ver, sólo estaba ahí para servir
espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una
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velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan natural que durante largo rato [ Pobierz całość w formacie PDF ]