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campos lejanos se erguía un viejo molino de viento y sus honestas aspas hechas a
mano giraban y giraban en los libres Vientos Anglos del Este. Muy cerca, las casas de
gablete se inclinaban hacia las calles, sobre firmes maderos nacidos en viejos tiempos,
todos juntas gloriándose de su belleza. Y destacándose de ellas, puntal sobre puntal,
con inspiración de altura, se levantaban las torres de la catedral.
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Y vio a la gente que se trasladaba por las calles, ociosa y lenta, y entre ellas invisibles,
musitando entre sí, sin ser oídos de los hombres vivos, sólo concentrados en cosas
pasadas, se agitaban los fantasmas de antaño. Y dondequiera que las calles se
abrieran hacia el Este, dondequiera que hubiera espacios entre las casas, irrumpía
siempre la visión de los grandes marjales, como si respondieran a una barra de música
fascinante y extraña que vuelve una y otra vez en una melodía, tocada por el violín de
un músico tan solo que no toca otra barra alguna, de pelo oscuro y lacio, barbado en
torno de los labios, de largos bigotes caídos, cuya tierra de origen nadie conoce.
Todo esto era bueno de ver para un alma nueva.
Luego se paso el sol sobre los campos verdes y los labrantíos y vino la noche. Una por
una las luces gozosas de las lámparas iluminaron las ventanas de las casas en la
noche solemne.
Luego sonaron las campanas en una de las torres de la catedral y su música se
derramó sobre los techos de las viejas casas y se vertió por sobre sus aleros hasta que
las calles estuvieron llenas de ella, y fluyó luego hacia los campos verdes y los
labrantíos hasta llegar al vigoroso molino y llamó al molinero que se dirigió con paso
afanado al servicio de oraciones vespertinas y hacia el Este y hacia el mar se extendió
el sonido hasta los más remotos marjales. Y para los fantasmas que rondaban las
calles, nada había cambiado desde el día de ayer.
Entonces la mujer del Deán llevó a María Juana al servicio de oraciones vespertinas y
vio allí trescientas velas encendidas que llenaban el pasillo de luz. Pero los firmes
pilares se elevaban por la penumbra donde tarde y mañana, año tras año, cumplían su
cometido en la oscuridad sosteniendo en alto la techumbre de la catedral. Y había más
silencio allí que el silencio en que se sume el marjal cuando ha llegado el hielo y el
viento que lo trajo se ha aquietado.
De pronto en esta quietud irrumpió el sonido del órgano, estruendoso, y en seguida la
gente se puso a rezar y cantar.
Ya no le era posible a María Juana ver sus oraciones ascender como delgada cadena
de oro, pues esa no era sino la fantasía propia de un elfo, pero imaginó con toda
claridad en su alma flamante a los serafines en los senderos del Paraíso, y a los
ángeles que se turnaban para vigilar al Mundo de noche.
Cuando el Deán hubo terminado con el servicio, subió al púlpito un joven cura, el Señor
Millings.
Habló de Abana y Pharpar, ríos de Damasco: y María Juana se alegró de que hubiera
ríos que tuvieran tales nombres, y escuchó hablar de Nínive, la gran ciudad, con
maravilla, y también de muchas otras cosas extrañas y novedosas.
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Y la luz de las candelas brilló sobre el pelo rubio del cura y su voz bajó resonante por el
pasillo, y María Juana se regocijó de que estuviera allí.
Pero cuando el sonido de su voz se acalló, sintió una súbita soledad, que jamás había
sentido antes desde que fueran hechos los marjales; porque las Criaturas Silvestres
nunca padecen soledad ni experimentan nunca la desdicha, sino que bailan toda la
noche sobre el reflejo de las estrellas; y, como no tienen alma, no desean nada más.
Después de recogidas las limosnas, antes de que nadie se moviera para irse, María
Juana recorrió el pasillo hasta llegar al Señor Millings.
 Te amo  le dijo.
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CAPÍTULO II
Nadie sentía simpatía por María Juana.
 Vaya, pobre Señor Millings decían todos . Un joven que prometía tanto.
A María Juana la enviaron a una gran ciudad industrial de la región central del país
donde se le había encontrado trabajo en una fábrica de telas. Y no había nada en esa
ciudad que un alma pudiera ver de buen grado. Porque ignoraba que la belleza fuera
algo deseable; de modo que hacia muchas cosas con máquina, todo en ella se
apresuraba, se jactaba de su superioridad en relación con otras ciudades, se [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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